Viaja solo y lejos

Texto de presentación de la exposición El mapa no es el mundo. Iván Albalate, 2014.

I

George Bailey, el protagonista de ¡Qué bello es vivir! (It’s a wonderful life, Frank Capra, 1946) tiene un sueño: dejar su pueblo, Bedford Falls, para conocer mundo y emprender una carrera. Sin embargo, cada vez que lo intenta distintos acontecimientos le obligan a permanecer en Bedford Falls y participar en la construcción de su comunidad y de su propia familia. Cuando circunstancias adversas le llevan a considerar quitarse la vida, un simpático ángel, Clarence, le mostrara qué hubiera sido de aquellos con los que se encontró durante su existencia si él no hubiera estado allí. George Bailey, que pensaba que su vida había sido triste y mediocre, comprueba que la gran aventura estuvo allí, delante de sus ojos, cada día.

Deslumbrado por la intuición de maravillas remotas fuera de los muros de Bedford Falls, su paisaje doméstico había pasado desapercibido para él. Sin embargo, la propia vida había sido su viaje, su mundo inexplorado, su aventura.

itsawonderfullife-email

II

Las grandes empresas de exploración que han marcado la Modernidad han contribuido a la construcción del mito del explorador, intrépido aventurero que introduce nuevos conocimientos dentro de los límites de occidente al tiempo que incorpora para el racionalismo y el progreso zonas del planeta que permanecían refractarias a él, iluminándolas con su mirada, ampliando no ya metafóricamente las fronteras del mundo, sino literalmente el propio mundo, nuestro mundo.

Recuerdo los rostros de estos exploradores legendarios en mi álbum de cromos escolar: Marco Polo, Magallanes, Henry Morton Standley con su salacot… También recuerdo las ilustraciones de los paisajes que exploraron, unas páginas más allá, pero más que el objeto de su búsqueda, quedó en mí la impronta de su determinación.

El relato de su peripecia, y por extensión la literatura de aventuras, pertenecen al reino de la infancia y la primera juventud, quizás porque ésta es territorio para la fabulación sobre el mundo más allá del hogar, un mundo ignoto que se ofrece a la par atractivo e inquietante, un mundo por descubrir.

Russell E. Train Africana Collection, Smithsonian Institution Libraries.
Russell E. Train Africana Collection, Smithsonian Institution Libraries.

Escribe Baudelaire en su poema El viaje:

“Para el niño, enamorado de mapas y estampas,

El universo es igual a su vasto apetito.

¡Ah! ¡Cuan grande es el mundo a la claridad de las lámparas!”

No es sólo el mundo, sino la propia vida, el continente por explorar para el joven deslumbrado por hazañas de míticos exploradores. La épica del viaje y del descubrimiento es un aprendizaje para afrontar los miedos y peligros de la vida, mostrar la recompensa que supone vencerlos y forjar así el carácter.

Dice el infante, “¿cuándo me dejarás ir solo a la panadería?”. Y tras la pregunta se halla su ansia de universo.

III

La paradoja fundamental de los viajes en el tiempo, tal como son recogidos en la literatura de anticipación, consiste en la posibilidad de que el viajero se  encuentre a sí mismo en el pasado o el futuro. Pero una situación semejante más que dinamitar la naturaleza propia del tiempo tal como lo entendemos, cuestionaría de un modo más radical la esencia de la identidad, construcción ya de por sí frágil. El encuentro con nuestros yoes mostraría lo fragmentario de nuestro ser, el hecho de que la identidad no se da como una totalidad acabada, sino como una temporalidad, un proceso.

Miguel Espinosa lo expresa en Asclepios. El último griego del siguiente modo:

“Aunque nos pensamos idénticos, somos distintos en cada tiempo; la conciencia de identidad es resultado de la memoria, que nos ofrece nuestra historia como una totalidad queda. Así, al investigar la propia interioridad, por mediación del recuerdo, imaginamos que nos investigamos a nosotros mismos, cuando, en realidad, estamos indagando otro ser, muchos seres, a veces.”

El yo que fuimos hace años probablemente fue muy diferente al yo que somos hoy. Sus creencias, gustos, aficiones, quizás incluso su carácter y disposición para la vida probablemente sean distintas. A veces, si no siempre, hemos sido seres tan diferentes a lo largo de nuestra vida que sólo la imposibilidad de encontrarnos frente a ellos, impuesta por la linealidad temporal, evita ponerlo en toda su evidencia.

Sólo la imaginación, ya que aún no la ciencia, nos puede enfrentar a esa situación. Borges, en El otro, imagina un encuentro con el yo que fue hace años a orillas del río Charles, en Cambridge, Boston. Uno se cree en Ginebra, otro piensa encontrarse en Cambridge, uno se siente joven, otro se sabe viejo. Concluye Borges:

“El hombre de ayer no es el hombre de hoy, sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.”

Quizás el anhelo de viajar en el tiempo no está sino alimentado por la posibilidad de encontrarnos con nuestros yoes, poder conversar con ellos, advertirles o aconsejarles si viajamos al pasado, saber lo que será de nosotros si les buscamos en el futuro, entender quienes somos.

IV

Nos sentimos deslumbrados por el viaje como promesa de aventura, como ruptura con el ritmo cotidiano del hogar. Nos cautiva la posibilidad de conocer un mundo otro que permanecerá oculto para nosotros mientras no partamos a su búsqueda.

Pero lo que encierra ese mundo, la maravilla a la que nos expone quizás no tenga que ver con las ansias de conocer otra realidad. El continente nuevo, la jungla inhóspita o el templo del dios pagano se presentan indescifrables ante los ojos del explorador y sólo pueden ser entendidos en la medida en que son vistos a través de su modo de entender lo real, de su ideología. El mundo desconocido realmente no existe, no tiene entidad real hasta que es hecho visible a los ojos del explorador, iluminado por su mirada. Y esa otredad revela no ya un mundo extraño, sino su ser reflejado. El explorador busca un espejo donde su universo pueda reflejarse y cobrar sentido.

De este modo, el viaje a tierras desconocidas puede entenderse como una oportunidad de apartarnos del hogar, enajenarnos de nuestra vida cotidiana, incluso de nuestro ser y, rodeados de otredad, encontrarnos con nosotros mismos. Lo extraño, lo inabarcable nos aísla, nos desnuda, nos enfrenta a lo que, en medio del camino, sin asideros ni techumbre, sólo somos. Viaja, conócete a ti mismo, podríamos afirmar. Viaja solo y lejos alguna vez, añadiría.

Quizás, el explorador, como el hipotético viajero en el tiempo, emprende su viaje con la íntima esperanza de encontrar un yo perdido en algún paraje. Quizás detrás del anhelo de George Bailey de abandonar Bedford Falls, sólo se encontraba su necesidad de encontrarse a sí mismo, de hallar sentido a su vida. El sentido que el ángel Clarence le mostró y por lo que, parece ser, ganó sus alas.