Óptica recreativa

Publicado en Revista digital e-limbo, e-zine de información y análisis de modos de vida actual, nº 0, ISSN: 1885-5229, 2005. http://www.e-limbo.org/articulo.php/Art/264

Determinar cuándo comenzaron a tener alma las mujeres puede resultar una tarea como poco complicada. Más fácil puede resultar estudiar los orígenes y triunfos, al menos en los países occidentales, del movimiento sufragista. Nadie hoy en día, o casi nadie, discutiría esta igualdad esencial entre los sexos, aún siendo un logro relativamente reciente y no universalmente extendido. Forma parte ya de nuestra ideología y se nos impone, como cualquier marco de referencia que forme parte de ella, con una inevitable inmediatez. La misma inmediatez que provoca que nos acerquemos a lo real como “lo dado”. Sin embargo, la distancia histórica nos permite a menudo ver a la ideología actuando. Hace sólo un siglo este asunto del voto femenino no sería un principio básico de nuestra cultura, sino algo sujeto a amplio debate, y continuando con el ejemplo, hace siglos quizás ni tan siquiera las propias mujeres darían por cierto el hecho de poseer alma. Así funcionan las ideologías y podemos cifrar su triunfo en el momento en que se disfrazan de tal modo que dejan de aparecer como tales, frutos de la cultura, y se convierten en hechos “naturales”, dados. Y así es como el triunfo del proyecto ilustrado, en el ámbito de influencia de la cultura occidental, hace ahora ya más de dos siglos, nos ha hecho contemplar la igualdad entre los seres humanos como una meta a conseguir, aunque ya sabemos que un hartazgo de razón a la hora de cenar puede provocar una noche de pesadillas.

Annie Kenney y Christabel Pankhurst portando un cartel reivindicativo del sufragio femenino.

Los marcos de referencia impuestos por cada uno de los contextos culturales, weltanschauung, cosmovisiones de cada lugar y época, interpretan los datos sensoriales, otorgando sentido a los hechos desnudos que, de otra manera, resultarían sencillamente incomprensibles. La ideología, así, se nos presenta como transparente, dotada de un tipo de supuesta naturalidad similar al de la lengua que hablamos, sin plantearnos el hecho de que es sólo uno de los múltiples modos de describir lo real [1]. Es esto quizás debido a que en la relación cotidiana con nuestro entorno, configurada para la supervivencia de la especie, básicamente en la época en que éramos cazadores recolectores, depredadores o presas, se impone la economía y la rapidez en el procesamiento de la información. En aras a una mayor operatividad no nos cuestionamos los marcos de referencia, hecho que provocaría un peligroso proceso de enajenación. Sin embargo cuando lo hacemos, en un ejercicio difícil, podemos observarlos desde fuera y darnos cuenta de su función interpretativa de lo real, por lo tanto, en un amplio margen, el que va más allá de nuestros condicionamientos genéticos, arbitraria. Si bien es un ejercicio siempre parcial pues no hay posibilidad de dotación de sentido a lo real sin marco de referencia y, en resumidas cuentas, lo que solemos hacer es sustituir un modelo de interpretación por otro, o por varios sucesivamente. Así, lo real es siempre una construcción, fruto de nuestras expectativas, hipótesis y deseos personales, pero también de los modelos culturales y marcos cognitivos compartidos, propios de la época y el lugar que nos ha tocado vivir. Y es en este carácter común y  consensuado de la cultura donde es atajado el peligro del relativismo, además de por otros consensos derivados de nuestros condicionamientos biológicos – adaptativos, lo que a veces llamamos, sencillamente, sentido común.

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Hitler con un miembro de las juventudes hitlerianas.

En el debate sobre la naturaleza de lo artístico parece obviarse, en ocasiones, un análisis en profundidad de estos marcos de referencia y de los conceptos que generan, cosmovisiones transformadas en modelos de representación. Y creo que esto es debido a que el relativismo respecto a la condición de lo artístico que ha generado el propio modelo cultural del arte moderno ha contribuido, como ocurre con cualquier ideología triunfante que se precie, a evitar cuestionamiento alguno sobre este estado de cosas. Y ello favorecido por el carácter incluyente de dicho modelo cultural, que parece invertir el sentido de la sentencia bíblica: “muchos serán los llamados y muchos los elegidos”, para así acoger en su seno a todas las prácticas, técnicas, mensajes, actitudes, y también, y casi siempre sin atisbo de crítica alguna, todos los resultados formales y todos los discursos de sentido, sean más o menos eficaces, coherentes o, como mínimo, interesantes. Siempre es una ventaja admitir a todo el mundo, uno se ahorra muchas reclamaciones.

Cada cultura genera su modelo de representación y su particular y arbitraria definición de lo que es el arte y los objetos que son susceptibles de ser considerados artísticos. La historia del arte, sancionada por las instituciones artísticos-culturales, forma parte de este aparato ideológico, proyectando hacia al pasado su propio sistema de creencias, interpretando los acontecimientos en función de él y seleccionando los objetos que pasarán a ser la referencia. Del mismo modo que no hay realidad sin ideología, no hay arte sin historia, y del mismo modo uno y otro pasan a ser transparentes, naturales cuando son aceptados e incuestionables.

La idea de pantalla artística-cultural, expuesta por Juan Antonio Ramírez en Medios de masas e historia del arte [2], ilustra de modo sumamente esclarecedor el funcionamiento de la historia del arte como filtro y modelo de comprensión. Una pantalla artístico-cultural es definida como una construcción teórica que permite recuperar una parte de los objetos del pasado, seleccionados a partir de los valores de la cultura que construye la pantalla. Las pantallas no son homogéneas, son acumulativas, se superponen a lo largo del tiempo y responden a las necesidades ideológicas de cada época, esto es, de las clases intelectualmente dominantes de cada época.

La pantalla artístico-cultural puede entenderse como una lente óptica. Según la distancia de enfoque se verán nítidamente determinados objetos y según la profundidad de campo éstos se extenderán por delante y por detrás de ese plano. Dependiendo del objetivo y de su distancia focal el encuadre será mayor o menor. El modelo cultural del arte moderno, por ejemplo, genera una pantalla con una lente dotada de una gran profundidad de campo, que enfoca casi al infinito y un encuadre que nos proporciona un amplio plano panorámico. Una lente que abarca casi todo de un modo nítido, propia de su carácter pan-artístico, generando un extenso inventario de objetos artísticos.

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Thomas Couture. Los romanos de la decadencia, 1847.

Se hace evidente así que la valoración artística es un elemento variable, dependiente de criterios relativos y contextuales, como ilustran los distintos “descubrimientos” historiográficos de artistas escasamente reconocidos en su época y que una pantalla adecuada recupera para la historia del arte. En un momento determinado, la voluntad artística –Kunstwollen– de la época, como señala Alois Riegl en El culto moderno a los monumentos [3], coincidirá con la de otra época pasada  y el valor artístico de contemporaneidad de sus realizaciones incrementará: la lente enfocará o abrirá el plano para que aparezca un pintor o movimiento olvidado  y sus obras se revaloricen, sea la arquitectura gótica a la luz del romanticismo, o El Greco gracias al movimiento expresionista. Del mismo modo, otros pasarán al olvido, como alguno de los pintores pompier, por ejemplo, Thomas Couture o Paul Delaroche desterrados de la historia por el triunfo del anti-academicismo decimonónico [4].

Por último, habría que señalar que cada pantalla también funciona respecto al presente artístico pues la interpretación del pasado, convertida en modelo, permite la compresión del arte contemporáneo y legitima la selección de las obras importantes y conservables, que pasarán a integrar así las colecciones de arte y los museos, al menos de modo provisional, hasta que quizás la aparición de un nuevo paradigma las destierre al almacén. Y allí descasen esperando que aparezca la lente adecuada que las haga aparecer de nuevo en escena, iluminadas y nítidas.

Los sistemas de representación, icono-verbales, se nos imponen durante un largo y gradual proceso de aprendizaje que iniciamos en nuestra más temprana infancia, y que condiciona nuestra comprensión del entorno, pre-configurándolo perceptiva y psicológicamente. Quien dice esto, dice que casi todo lo que somos depende de ellos: lo que creemos, lo que esperamos de nuestra existencia, lo que nos parece justo, por lo que daríamos la vida, lo que nos agrada y lo que aborrecemos y, aunque ciertamente en un último lugar de relevancia, lo que consideramos arte y, lo que es más importante, lo que puede ser buen arte. Sin ellos lo real nos resultaría inabarcable: sin una lente, la luz incandescente de la realidad desnuda nos cegaría, además de resultarnos con toda probabilidad, no ya incomprensible, sino inconcebible. Ya se sabe que un lugar común de muchas religiones es el hecho de que la contemplación del rostro de Dios puede cegarnos.

La realidad, en cuanto dotada de sentido, no puede ser otra cosa que una construcción, unas gafas de sol graduadas que nos preservan del fulgor incandescente de “la cosa en sí”. Y lo que en cada momento entendemos por arte, un acuerdo más o menos tácito entre sus productores y consumidores, o, si uno es un poco más pesimista, una imposición de sus gestores.

* * *

[1] RIEGL, A. El culto moderno a los monumentos. Visor. Madrid, 1987.

[2] Si bien, incluso con respecto a la pintura pompier observamos una cierta recuperación en torno a los años setenta y ochenta por historiadores como  Albert Boime o Francis Haskell. Ver ROSEN, Ch. & ZERNER, H. Romanticismo y Realismo. Los mitos del arte del siglo XIX. Hermann Blume. Madrid, 1988.Págs. 198-203.

[3] RAMIREZ. J.A. Medios de masas e Historia del arte. Ediciones Cátedra. Madrid, 1981.

[4] STANISZEWSKI, M. A. Believing is seeing. Creating the culture of art. Penguin Books. Nueva York, 1995. Pág.33.